I. La Expiación en el Lugar Santísimo: La Obra Completa de Cristo
I.
La Expiación en el Lugar Santísimo: La Obra
Completa de Cristo
El sacrificio de Cristo representa el corazón de la fe
cristiana, donde su muerte en la cruz y posterior resurrección inauguran un
Nuevo Pacto. Este Nuevo Pacto no solo introduce una nueva relación entre Dios y
la humanidad, sino que también otorga a Cristo un rol singular y supremo: el de
Sumo Sacerdote, no según el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec,
un sacerdocio eterno y perfecto.
Este capítulo busca profundizar en el rol de Cristo como
Sumo Sacerdote, con un enfoque particular en su función después de su
resurrección y ascensión. A menudo, la muerte de Cristo en la cruz se percibe
como el punto culminante de su obra redentora; sin embargo, este sacrificio
debe entenderse como una etapa crucial dentro de un proceso más amplio de
expiación y purificación que se completa en los cielos. Cristo, tras su
resurrección, entra en el Lugar Santísimo celestial "por su propia sangre",
donde realiza una expiación definitiva que no solo purifica el santuario
celestial de la contaminación causada por el pecado, sino que también asegura
la reconciliación eterna entre Dios y su pueblo.
Un aspecto central de este análisis es la importancia de la
sangre de Cristo. A lo largo de las Escrituras, la sangre es vista como el
medio esencial para la expiación. En el caso de Cristo, su sangre derramada en
la cruz marcó el inicio del Nuevo Pacto en la tierra, mientras que su
presentación en el cielo, "por su propia sangre", culmina en la
purificación del santuario celestial, garantizando así la redención eterna.
El capítulo también explora la conexión entre el
Hilasterion, o Propiciatorio, y el Trono de la Gracia, destacando cómo en el
Nuevo Testamento este lugar de expiación se convierte en el lugar desde el cual
Dios extiende su misericordia a los creyentes. Esta conexión subraya la gracia
que emana desde el trono celestial, donde la justicia de Dios se manifiesta
como un acto de fidelidad a su plan redentor.
Finalmente, se examina la secuencia de purificación que va
desde el Lugar Santísimo hasta el Altar de Bronce en el sistema levítico, y su
aplicación simbólica en la obra de Cristo. Este proceso sugiere que la obra
redentora de Cristo no solo purifica en el ámbito celestial, sino que también
transforma y santifica la vida diaria de los creyentes, asegurando que sus
acciones sean conformes a la voluntad de Dios. De esta manera, la justicia de
Dios se revela en su compromiso fiel y misericordioso de redimir y restaurar a
su pueblo, cumpliendo así sus promesas de redención y reconciliación eterna.
1. La muerte de Cristo en el proceso de expiación
La muerte de Cristo en la cruz se ha considerado
tradicionalmente como el clímax de la expiación, donde los pecados de la
humanidad fueron puestos sobre Él, y su sacrificio fue suficiente para
reconciliar al hombre con Dios. Sin embargo, esta muerte, aunque esencial, debe
verse como una fase preparatoria crucial dentro de un proceso más amplio de
expiación y purificación, que se completa en el cielo. Este evento también
representó la culminación de la maldad de Israel, una maldad que los profetas
del Antiguo Testamento denunciaron repetidamente. Esta vez, no fueron los
profetas quienes murieron, sino el mismo Mesías, rechazado y condenado por su
propio pueblo. Aun así, Dios usó este evento para finalizar el Antiguo Pacto y
establecer un Nuevo Pacto, que trajo consigo el perdón de los pecados se
consideraban inexpiables en la antigua dispensación. Además, este Nuevo Pacto
incluyó a los gentiles en la nueva alianza, fundamentada en la sangre de Jesús.
Este derramamiento de su sangre inauguró un nuevo tipo de sacerdocio, donde
Cristo, tras su resurrección, asumió plenamente el rol principal de Sumo
Sacerdote.
En el Antiguo Testamento, la sangre de los sacrificios era
esencial para la expiación. La vida estaba en la sangre, y esta era rociada por
el sumo sacerdote sobre el propiciatorio (hilasterion) como medio para
purificar y expiar el santuario (Levítico 16:14-16). Siguiendo este patrón,
Cristo, en su papel de Sumo Sacerdote, entró en el Lugar Santísimo celestial
por su propia sangre, cumpliendo así el acto de purificación prefigurado en el
sistema levítico. Aquí es donde el paralelismo con Hebreos 7:16 se hace evidente:
así como Cristo fue constituido Sumo Sacerdote "según el poder de una vida
indestructible", también entró en el santuario celestial "por medio
de su propia sangre". Ambas expresiones destacan la singularidad y
suficiencia de la obra de Cristo. Su sangre no es solo un símbolo de vida, sino
que es la manifestación del poder indestructible de su vida que trasciende el
sacrificio levítico, permitiéndole ofrecer un sacrificio perfecto y eterno. La
muerte de Cristo, por tanto, no es solo el sacrificio inaugural del Nuevo
Pacto, sino también el preludio necesario para su papel como Sumo Sacerdote en
esta nueva alianza, asegurando así la expiación y reconciliación eterna. Este
entendimiento nos lleva a apreciar la obra redentora de Cristo, que implica su
muerte, resurrección y entrada triunfante en los cielos como Sumo Sacerdote,
completando el proceso redentor de manera plena y definitiva.
2. La importancia de la sangre en la expiación y su
presentación en el cielo
La sangre de Cristo, símbolo de su vida indestructible, es
fundamental tanto para la inauguración del Nuevo Pacto en la tierra como para
la expiación en los cielos. A lo largo de las Escrituras, la sangre se reconoce
como esencial para la expiación. En el caso de Cristo, su sangre derramada en
la cruz marcó el inicio del Nuevo Pacto, estableciendo una nueva relación entre
Dios y la humanidad. Sin embargo, es "por su propia sangre" que
Cristo accede al Lugar Santísimo celestial, donde realiza la purificación de
los lugares celestiales, enfrentando la corrupción causada por el pecado.
La distinción de la sangre en la tierra y en los cielos
En Hebreos 9:12, se nos dice que Cristo entró "una vez
para siempre en el Lugar Santísimo, no por sangre de machos cabríos ni de
becerros, sino por su propia sangre, habiendo obtenido eterna redención".
Este versículo resalta la diferencia crucial: la sangre derramada en la cruz
inició el Nuevo Pacto, mientras que su entrada en los cielos inició la
purificación del santuario celestial "por su propia sangre". Aunque
en el sistema levítico la sangre de los sacrificios era vital para purificar el
santuario terrenal, la sangre de Cristo, derramada aquí en la tierra, va más
allá de ese modelo y es la base para su entrada en los cielos, donde lleva a
cabo la purificación definitiva.
Entrada en el Lugar Santísimo celestial
La entrada de Cristo al Lugar Santísimo celestial es la
culminación de su obra redentora. Mientras que en el Antiguo Testamento el sumo
sacerdote ingresaba al Lugar Santísimo del Tabernáculo o del Templo con sangre
de animales para purificar esos lugares, Cristo entra al cielo mismo "por
su propia sangre", derramada en la cruz. Este acto es fundamental porque
marca el momento en que la expiación celestial es realizada y aceptada por
Dios. La sangre de Cristo, ofrecida en su muerte, fue el medio por el cual se
presentó ante Dios como la vida perfecta y obediente, completando así la
purificación del santuario celestial. Esta presentación en el cielo no solo
cumple con las exigencias del sistema sacrificial, sino que las trasciende,
realizando una purificación que es eterna. Es en este acto celestial donde la
expiación se lleva a cabo, culminando la obra redentora de Cristo.
La sangre de Cristo como intercesión continua
Hebreos 7:24-25 nos recuerda que "este, por cuanto
permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede
también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo
siempre para interceder por ellos". La sangre de Cristo no es solo el
medio de la expiación terrenal y celestial, sino también la base de su
ministerio intercesor constante. Cristo, como Sumo Sacerdote, sigue
intercediendo por los creyentes, y su sangre es el testimonio permanente de su
sacrificio perfecto, siempre presente ante el Trono de la Gracia. Este
sacerdocio inmutable asegura que la obra de redención, comenzada en la cruz, se
perpetúa en el cielo, garantizando la salvación eterna de los creyentes.
La importancia de la sangre de Cristo en la expiación no
puede ser subestimada. Aunque su muerte en la cruz fue esencial para inaugurar
el Nuevo Pacto y obtener esta sangre, es en su presentación en el cielo, donde
la purificación y/o expiación del santuario celestial se lleva a cabo
plenamente, que la expiación se consuma. La sangre de Cristo expía, purifica,
redime y garantiza la intercesión continua, completando la obra redentora de
manera total y definitiva. Este entendimiento nos lleva a ver que la sangre de
Cristo es mucho más que un símbolo ritual; es el medio de la vida eterna que
asegura la reconciliación perpetua entre Dios y los suyos.
3. La Entrada al Lugar Santísimo: El Acto Cúlmine
de la Expiación
La entrada de Cristo al Lugar Santísimo celestial, tras su
resurrección y ascensión, representa el clímax de la expiación. En este
momento, Cristo, como Sumo Sacerdote, se presenta por su propia sangre ante
Dios y realiza la expiación definitiva, revelando la justicia de Dios como una
expresión de su fidelidad y misericordia.
La significancia de la entrada de Cristo al cielo
Hebreos 9:24 declara: "Porque no entró Cristo en el
santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para
presentarse ahora por nosotros ante Dios". Este versículo enfatiza que la
verdadera expiación ocurre en el cielo, no en un santuario terrenal. Cristo
entra como Sumo Sacerdote y se presenta a Dios mediante el sacrificio de sí
mismo.
Este acto tiene un significado profundo, pues sitúa la obra
expiatoria en el contexto del Trono de la Gracia, donde la justicia divina culmina
el plan redentor de Dios. En este proceso, su misericordia y fidelidad se ofrece
solo por gracia a toda la humanidad. La entrada de Cristo al cielo asegura que
la expiación es un acto completo y eterno, que como acto de la justicia de Dios
busca restaurar la relación entre Dios y su pueblo.
El acto de intercesión en el cielo
Al entrar en el Lugar Santísimo celestial, Cristo no solo se
presenta por su sangre, sino que también asume su papel como intercesor en
nombre de la humanidad. Hebreos 7:25 dice: "Por lo cual puede también
salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para
interceder por ellos". La entrada de Cristo al cielo marca el inicio de su
ministerio intercesor continuo, donde su sangre y/o su vida habla en favor de
los creyentes.
Esta intercesión perpetua refleja la justicia de Dios, que
cumple sus promesas y que va más allá del acto de expiación celestial y se
extiende a lo largo del tiempo, asegurando la constante reconciliación entre
Dios y los suyos. Los creyentes pueden acercarse al Trono de Gracia con
confianza, sabiendo que la intercesión de Cristo es eficaz y eterna.
La culminación de la obra redentora
La entrada de Cristo al Lugar Santísimo celestial marca la
culminación de la obra redentora, donde la expiación se realiza de manera plena
y definitiva. A diferencia de los sacrificios del Antiguo Testamento, este acto
es único y eterno, garantizando la reconciliación perpetua de la humanidad con
Dios.
Esta culminación no solo completa el proceso de redención,
sino que también revela la justicia de Dios como su fidelidad a las promesas
hechas a los patriarcas y finalmente hacia su pueblo. A través de este acto,
Dios cumple plenamente las promesas dadas, asegurando que la relación con su
pueblo sea restaurada de manera completa y definitiva.
La entrada de Cristo al Lugar Santísimo celestial representa
el punto culminante de la expiación, donde su sacrificio ante Dios completa la
redención de los creyentes. Esto subraya que la expiación no se limitó a la
muerte de Jesús en la cruz, sino que se completó en el cielo, donde Cristo
intercede perpetuamente por los suyos. Así, la justicia de Dios se manifiesta
en su fidelidad al asegurar la salvación y la reconciliación eterna de su
pueblo, cumpliendo sus promesas de redención y restauración.
4. El rol de Cristo como Sumo Sacerdote después de
su resurrección
La muerte de Cristo, aunque central en la fe cristiana, debe
comprenderse como una fase preparatoria e indispensable para el ejercicio pleno
de su función como Sumo Sacerdote, función que asume en su totalidad solo
después de su resurrección y ascensión. Con estos eventos, Cristo inaugura el
Nuevo Pacto, previamente anunciado durante la institución de la Cena del Señor,
donde declaró que su sangre derramada sería la firma divina que garantizaba
este Nuevo Pacto (Lucas 22:20). Dicho Nuevo Pacto señala el fin del Antiguo
Pacto, bajo el cual Cristo no había actuado en la capacidad de Sumo Sacerdote,
ya que esa función estaba destinada exclusivamente al sacerdocio aarónico.
Es únicamente tras su resurrección y ascensión que Cristo
asume completamente el título y las responsabilidades de Sumo Sacerdote en el
contexto del Nuevo Pacto. En este papel definitivo, Cristo no solo supera, sino
que cumple las profecías incluidas en los rituales del sacerdocio levítico al
presentarse por su propia sangre en el verdadero Lugar Santísimo celestial,
llevando a cabo una expiación completa y eterna.
Cristo, Sumo Sacerdote según el Orden de Melquisedec
Hebreos 7:16-17 establece que Cristo fue hecho Sumo
Sacerdote "según el poder de una vida indestructible," no conforme a
la ley del mandamiento respecto a la descendencia, sino según el orden de
Melquisedec. Esta referencia es crucial para entender el carácter eterno y
celestial del sacerdocio de Cristo. Melquisedec, mencionado en Génesis como
"rey de Salem" y "sacerdote del Dios Altísimo," representa
un sacerdocio que trasciende el linaje levítico, prefigurando el ministerio
eterno de Cristo como Sumo Sacerdote.
El autor de Hebreos utiliza la figura de Melquisedec para
destacar que el sacerdocio de Cristo en la tierra no era posible de realizarse
por ordenanzas terrenales propias del Antiguo Pacto, sino que es un sacerdocio
eterno y celestial, basado en la vida indestructible de Cristo. Esto sitúa a
Cristo como un sacerdote que no solo ofrece un sacrificio perfecto, sino que lo
hace de manera definitiva y eterna, asegurando la reconciliación perpetua entre
Dios y la humanidad.
Rol de Sumo Sacerdote tras la Resurrección
Es después de la resurrección que Cristo entra en la
plenitud de su rol como Sumo Sacerdote. Antes de su resurrección, Cristo no
había entrado en el Lugar Santísimo celestial, ni se había presentado por medio
de su sangre ante Dios. Su resurrección marca el inicio de su ministerio
sacerdotal celestial, en el cual Él entra al cielo, el verdadero Lugar
Santísimo, para realizar la expiación y purificación del santuario celestial por
los pecados, tal como el sumo sacerdote del antiguo pacto lo hacía por Israel.
El acto de entrar en el Lugar Santísimo celestial es el
punto culminante del ministerio de Cristo, donde su sangre, derramada en su
muerte, se convierte en el medio por el cual entra a la presencia de Dios mismo
y lleva a cabo la expiación definitiva. La resurrección no solo es la victoria
sobre la muerte, sino también el momento que inaugura su ministerio sacerdotal
eterno.
El Ministerio Sacerdotal Celestial
El ministerio sacerdotal de Cristo, como Sumo Sacerdote, se
desarrolla en el cielo, donde Él intercede continuamente por los creyentes.
Este ministerio no es temporal ni repetitivo, como lo era el del sacerdocio
levítico, sino eterno y perfecto. Hebreos 9:24 dice: "Porque no entró
Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo
mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios." Este versículo
resalta que el rol de Cristo como Sumo Sacerdote se cumple en el cielo, donde
Él continúa actuando por nosotros como mediador ante Dios.
El carácter eterno de este sacerdocio asegura que la
expiación realizada por Cristo no necesita repetirse. Es un acto completo y
final que garantiza la reconciliación eterna de los creyentes con Dios, un
logro que ninguna otra orden sacerdotal podría haber alcanzado.
El rol de Cristo como Sumo Sacerdote es esencial para la
comprensión de la expiación. Este rol, asumido plenamente después de su
resurrección, le permite a Cristo entrar en el Lugar Santísimo celestial y
realizar la obra redentora que culmina en la expiación debida a los pecados. Su
sacerdocio es eterno, celestial y perfecto, asegurando la reconciliación eterna
de los creyentes con Dios. Así, la muerte de Cristo no es solo un medio, sino
la etapa preparatoria fundamental que inicia su ministerio sacerdotal, el cual
se completa y perfecciona en los cielos.
5. La conexión entre el Hilasterion y el Trono de
la Gracia
La identificación del Hilasterion con el Trono de la Gracia
en la carta a los Hebreos se fundamenta en varias razones. En primer lugar, la
palabra hebrea Kaphoret, traducida en la Septuaginta como Hilasterion,
se interpreta en la versión King James como "Mercy Seat" o
"Lugar de Misericordia". Esto resalta la función del Hilasterion como
el lugar donde Dios extiende su misericordia. Además, la palabra griega Hilas,
relacionada con hilasterion, se asocia con la gracia, de donde provienen
términos como "hilarious" en inglés o "hilarante" en
español, que connotan una alegría profunda. Esta conexión entre gracia y
alegría sugiere que la gracia de Dios emana desde su trono. Dado que el Lugar
Santísimo terrenal es una metáfora del celestial, el Hilasterion, como cubierta
del Arca en el Tabernáculo, puede entenderse como una representación del Trono
de Dios en los cielos, desde donde se manifiesta su gracia.
El Hilasterion en el Antiguo Testamento
En Levítico 16:14-16, se describe cómo el sumo sacerdote
debía rociar la sangre sobre el Hilasterion para expiar y purificar el
santuario a causa de los pecados de Israel. Este acto simbolizaba la
purificación del Propiciatorio, necesaria debido a la contaminación del pecado,
y era realizada por el sumo sacerdote al entrar al Lugar Santísimo. El
Hilasterion, como la cubierta del Arca de la Alianza, se convertía en el punto
de encuentro entre Dios y el sacerdote, representando el lugar donde se
manifestaba la misericordia divina y desde donde comenzaba la purificación del
santuario.
Este acto de purificación era central en el sistema
sacrificial del Antiguo Testamento, aunque, como señala Rillera, tenía
limitaciones inherentes. La purificación se centraba en el santuario, sin
provocar una transformación interna en el adorador. El Hilasterion servía como
un símbolo de la necesidad de reconciliación, pero su pleno cumplimiento se
alcanzaría únicamente a través de la obra de Cristo, que incluiría una
transformación espiritual en el adorador.
El Hilasterion como Trono de la Gracia en el Nuevo
Testamento
En el Nuevo Testamento, el Hilasterion es descrito en
Hebreos como el lugar donde Cristo, en su rol de Sumo Sacerdote, se presenta
por su sangre para realizar la expiación y purificación. Este "Lugar de
Misericordia" subraya que donde se realiza la expiación es también donde
Dios extiende su gracia a los creyentes.
En el contexto del Nuevo Pacto, el Hilasterion ya no es solo
un lugar de purificación ritual, sino el Trono de la Gracia donde la justicia
de Dios, manifestada en su fidelidad y misericordia, se revela plenamente.
Cristo, al entrar por su sangre en el Lugar Santísimo celestial, no solo cumple
las prefiguraciones de los rituales levíticos, sino que trasciende sus
limitaciones, asegurando una expiación completa y eterna.
La presentación de la sangre en el Trono de la Gracia
Cristo, al entrar en el Lugar Santísimo celestial, lo hace
por su sangre ante el Hilasterion, entendido en Hebreos como el Trono de la
Gracia. Este acto implica que su vida, representada por la sangre, fue ofrecida
para inaugurar el Nuevo Pacto, asegurando el cumplimiento de las promesas dadas
a través de Jeremías y Ezequiel de perdón, misericordia y reconciliación con
Dios. Es en el Trono de la Gracia donde la obra expiatoria de Cristo se
completa y donde los creyentes encuentran acceso directo a la misericordia
divina.
Este acto no solo purifica el santuario celestial, sino que
también garantiza la reconciliación del pueblo con Dios, cumpliendo las
promesas divinas de redención. La justicia de Dios se revela como la fiel
ejecución de su plan de redención, en el que la misericordia y la restauración
juegan un papel central.
El Hilasterion, visto como el Trono de la Gracia, conecta la
obra expiatoria de Cristo con la justicia de Dios, entendida como su fidelidad
y misericordia. En su papel como Sumo Sacerdote, inaugurado por su resurrección
y entrada al Lugar Santísimo celestial, Cristo se presenta por su sangre en
este Trono de la Gracia, asegurando que la expiación sea vista como un acto de
la rectitud de Dios, donde su fidelidad a sus promesas y su disposición a
restaurar y reconciliar a su pueblo se hacen evidentes. Esta comprensión
refuerza la idea de que la obra redentora de Cristo se centra en su entrada al
cielo y en su intercesión continua en favor de los suyos, cumpliendo así la
justicia de Dios, que tiene como propósito prioritario la restauración completa
de su relación con su pueblo.
6. Cristo, el Sumo Sacerdote de un Nuevo Pacto: La
Expiación Celestial
Por medio de su sacrificio, Cristo establece un Nuevo Pacto
que trasciende el antiguo sistema sacrificial. A diferencia del pacto mosaico,
este Nuevo Pacto, profetizado por Jeremías (Jeremías 31:31-34) y Ezequiel
(Ezequiel 36:25-27), permite el perdón de pecados que el Antiguo Pacto no podía
expiar, como la idolatría, el adulterio y el homicidio. Estos pecados, que bajo
la Ley de Moisés eran imperdonables, ahora son perdonados gracias al sacrificio
único y eterno de Cristo.
Antes de llevar a cabo la expiación y/o purificación de las
cosas celestiales, Cristo inaugura un pacto nuevo y superior, que se distingue
radicalmente del pacto mosaico. Mientras que el antiguo pacto incluía un
sistema sacrificial que solo cubría ciertas impurezas, el Nuevo Pacto, basado
en el sacrificio de Cristo, ofrece el perdón total, incluso para los pecados
que antes no podían ser perdonados. En este contexto, la justicia de Dios se
revela como restaurativa, fiel a sus promesas, y muestra el verdadero carácter
de un Dios misericordioso, tardo para la ira y de gran compasión, quien
extiende su gracia a todos los que se cobijan bajo el Nuevo Pacto.
El cambio en el sacerdocio
Este nuevo pacto también trae consigo un cambio en el
sacerdocio, reemplazando el antiguo sistema por uno nuevo, que establece la
base para la expiación de la contaminación causada por el pecado. El sacerdocio
antiguo, vinculado al pacto mosaico, era limitado tanto en alcance como en
efectividad. Sin embargo, con la muerte y resurrección de Cristo, no solo se
inaugura un Nuevo Pacto, sino también un nuevo sacerdocio, esta vez según el
orden de Melquisedec, que es eterno y perfecto.
Este cambio no es simplemente un reemplazo funcional, sino
una transformación profunda en la relación entre Dios y los suyos. En lugar de
depender de sacrificios repetitivos y limitados, los creyentes ahora confían en
el sacrificio único y suficiente de Cristo, que garantiza un perdón total y
eterno. A través de este nuevo pacto, Dios revela su justicia, cumpliendo sus
promesas y asegurando la restauración completa del creyente. Esta restauración
se entiende como una nueva creación en el adorador mismo, donde el corazón de
piedra es transformado en un corazón de carne que vibra por Dios, marcando una
renovación radical de su ser y devoción.
La obra redentora en el cielo
La culminación de la obra redentora de Cristo no se realiza
en un santuario terrenal, sino en el cielo mismo. Este acto celestial no solo
garantiza la reconciliación del hombre con Dios, sino que también establece una
nueva relación basada en la gracia y la misericordia, superando las
limitaciones del antiguo pacto. La obra de Cristo en el cielo es el fundamento
de esta nueva relación, ofreciendo una redención completa y eterna que
trasciende las limitaciones de la expiación ritual del Antiguo Pacto.
La justicia de Dios se manifiesta plenamente en este acto
celestial, donde su fidelidad a las promesas se revela en la expiación y
purificación del santuario celestial y la restauración de su pueblo. Esta obra
trasciende el cumplimiento de los requisitos legales o rituales del antiguo
pacto; en realidad, inaugura una nueva era en la que la gracia de Dios reina
por la justicia (Romanos 5:21). La justicia de Dios, entendida como la
coherencia entre sus dichos y hechos, tiene como propósito fundamental la restauración
de la relación entre Dios y su pueblo. En esta nueva era, la relación entre
Dios y los suyos se fundamenta en la misericordia y la redención eterna lograda
por Cristo.
El carácter eterno del sacerdocio de Cristo
Cristo, como Sumo Sacerdote de este Nuevo Pacto, no solo
realiza la expiación en los cielos, sino que también intercede continuamente
por los creyentes. Este sacerdocio es eterno y celestial, asegurando que la
obra redentora de Cristo sea perpetua y eficaz. Hebreos 7:24-25 enfatiza:
"Pero este, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio
inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se
acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos". Así, el Nuevo
Pacto, con su nuevo sacerdocio, reemplaza el antiguo sistema, garantizando el
perdón de todos los pecados y estableciendo una relación definitiva y eterna
con Dios.
Este sacerdocio eterno y celestial es la base sobre la cual
se construye la nueva relación entre Dios y los creyentes. La justicia de Dios,
manifestada en el cumplimiento de sus promesas, sigue revelándose en la
provisión continua de gracia y misericordia a través de la intercesión de
Cristo. Este nuevo pacto asegura que los creyentes no solo sean perdonados,
sino que también sean sostenidos en una relación continua y restaurada con
Dios.
Cristo, como Sumo Sacerdote de un nuevo pacto, realiza una
expiación celestial que es completa, perfecta y eterna. Este pacto, basado en
su sacrificio único, garantiza la reconciliación perpetua con Dios de todo
aquel cree en Cristo, y así establece un nuevo fundamento para la relación
entre Dios y los creyentes. La justicia de Dios cumple su promesa de redención
y restauración, extendiendo su gracia y misericordia a todos los que se acercan
a Él a través de Cristo.
7. La secuencia de purificación
Desde el Lugar Santísimo hasta el Altar de Bronce, y su
significado simbólico
El proceso de purificación en el Día de la Expiación, que
comienza en el Lugar Santísimo y se extiende hasta el Altar de Bronce, tiene un
profundo significado simbólico en el contexto de la obra expiatoria de Cristo.
Este proceso no solo purifica el Tabernáculo, sino que también simboliza la
extensión de la purificación divina desde la presencia de Dios hacia toda la
creación y el pueblo de Dios, reflejando así la justicia de Dios como una
expresión de su fidelidad y misericordia.
Purificación del Lugar Santísimo: La presencia de Dios
El sumo sacerdote iniciaba la purificación en el Lugar
Santísimo rociando la sangre sobre el Hilasterion, un acto que simboliza la
purificación en la misma presencia de Dios, el lugar más sagrado del
Tabernáculo. En la obra de Cristo, esto se cumple en su entrada al cielo,
donde, por medio de su sangre, se presenta ante el Trono de la Gracia,
asegurando tanto la reconciliación como la purificación en la presencia divina.
Este acto es fundamental porque revela cómo la justicia de
Dios se manifiesta primero en su propio santuario celestial, estableciendo la
base para la reconciliación y la purificación de todo lo afectado por el
pecado, incluyendo los lugares celestiales que han sido contaminados. Según
Hebreos 9:23, "Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas
celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con
mejores sacrificios que estos." Esto indica que la contaminación causada
por el pecado llega hasta el cielo mismo, haciendo necesaria la limpieza de
esos rastros de contaminación. La sangre de Cristo, ofrecida en el Hilasterion,
no solo purifica el santuario celestial, sino que también subraya la fidelidad
de Dios a sus promesas de redención.
Purificación del Lugar Santo: La comunidad de los
creyentes
Después de purificar el Lugar Santísimo, el sumo sacerdote
salía al Lugar Santo y rociaba la sangre sobre el altar de incienso para
purificarlo (Levítico 16:18-19). Este acto puede verse como un simbolismo de la
extensión de la purificación desde la presencia de Dios hacia la comunidad de
los creyentes, representada por el Lugar Santo. En la obra de Cristo, esto
sugiere una posible interpretación de la purificación y santificación de la
Iglesia, que es descrita en el Nuevo Testamento como el cuerpo de Cristo
(Efesios 1:22-23).
La purificación del Lugar Santo podría simbolizar la
aplicación de la justicia de Dios en la vida de la comunidad de los creyentes.
Aquí, la justicia divina puede entenderse como su compromiso de santificar y
restaurar a su pueblo, haciendo que la Iglesia sea un reflejo de su santidad,
como se menciona en Efesios 5:25-27: "Cristo amó a la iglesia, y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el
lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una
iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que
fuese santa y sin mancha."
De esta manera, la sangre de Cristo no solo purifica en un
sentido celestial, sino que también tiene un impacto tangible en la vida de los
creyentes, asegurando su santificación y su comunión con Dios. Este simbolismo
sugiere que la obra de Cristo continúa en la Iglesia, llevándola hacia una
mayor santidad y reflejando la pureza de Dios.
Purificación del Altar de Bronce: El testimonio y las
obras de los creyentes
Finalmente, el sumo sacerdote purificaba el Altar de Bronce
con la sangre, el lugar donde se realizaban los sacrificios diarios (Levítico
16:18). Este acto puede simbolizar la purificación de las obras y el testimonio
de los creyentes en su vida diaria. En el contexto de la obra de Cristo, esto
sugiere la santificación de todo lo que los creyentes hacen en el mundo,
asegurando que su vida y acciones sean aceptables ante Dios, como se expresa en
Colosenses 3:17: "Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo
todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de
él."
La purificación del Altar de Bronce podría simbolizar cómo
la justicia de Dios se extiende a todos los aspectos de la vida de los
creyentes. No se trata solo de una justicia legal o ritual, sino de una
justicia vivida, que transforma las obras y el testimonio de los creyentes para
que sean conformes a la voluntad de Dios. Según Romanos 12:1, "presentad
vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios", lo que
sugiere que la vida cotidiana de los creyentes, incluso sus acciones más comunes,
son santificadas y hechas aceptables ante Dios a través de la sangre de Cristo,
cumpliendo así el propósito de la expiación.
La secuencia de purificación, desde el Lugar Santísimo hasta
el Altar de Bronce, puede simbolizar la extensión de la obra redentora de
Cristo desde la misma presencia de Dios hasta la vida diaria de los creyentes.
Este proceso sugiere que no solo el pueblo de Dios, sino también todas sus
obras y su testimonio en el mundo, son purificados y santificados por la sangre
de Cristo. Este enfoque resalta que la expiación no es solo un acto limitado al
cielo, sino que tiene implicaciones prácticas y transformadoras en la vida
diaria de los creyentes, manifestando así la justicia de Dios como su
compromiso fiel y misericordioso de redimir y restaurar toda la creación.
Conclusión General del Capítulo
El estudio del rol de Cristo como Sumo Sacerdote revela una
comprensión más profunda y rica de su obra redentora, que va más allá de su
muerte en la cruz. Si bien el sacrificio de Cristo es central en la fe
cristiana, debe entenderse como una etapa dentro de un proceso más amplio de
expiación y purificación que culmina en los cielos. Es en este contexto
celestial donde Cristo, tras su resurrección, asume plenamente su función como
Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec, realizando una expiación definitiva
que purifica el santuario celestial y asegura la reconciliación eterna entre
Dios y su pueblo.
La distinción entre la sangre de Cristo derramada en la
tierra y su presentación en el cielo es fundamental para comprender la plenitud
de su obra redentora. Mientras que su muerte en la cruz inaugura el Nuevo
Pacto, es "por su propia sangre" que Cristo entra en el Lugar
Santísimo celestial, donde realiza la purificación de los lugares celestiales
afectados por el pecado. Este acto culminante subraya que la expiación no se
limita al ámbito terrenal, sino que tiene implicaciones eternas y celestiales,
asegurando así una redención completa y definitiva.
La identificación del Hilasterion con el Trono de la Gracia
en la carta a los Hebreos refuerza la idea de que la gracia y la misericordia
de Dios se manifiestan plenamente en la obra expiatoria de Cristo. El
Hilasterion, que en el Antiguo Testamento era el lugar donde se rociaba la
sangre para su purificación, se convierte en el Nuevo Testamento en el Trono de
la Gracia, desde donde Dios extiende su misericordia a todos los creyentes.
Esta conexión resalta que la justicia de Dios, entendida como su fidelidad y
coherencia entre sus dichos y hechos, tiene como propósito final la
restauración de la relación entre Dios y su pueblo.
La secuencia de purificación, desde el Lugar Santísimo hasta
el Altar de Bronce, simboliza la extensión de la obra redentora de Cristo desde
la misma presencia de Dios hasta la vida diaria de los creyentes. Esto sugiere
que la justicia de Dios no solo purifica en un sentido legal y celestial, sino
que también transforma y santifica todas las áreas de la vida del creyente,
asegurando que sus acciones sean conformes a la voluntad divina.
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