LA TRANSFORMACIÓN RADICAL: DE JUSTICIA PROPIA A LA GRACIA REDENTORA EN LA PERSPECTIVA DE LUCAS 18 Y 1 DE TIMOTEO 1:15


En el relato evangélico de Lucas 18, nos sumergimos en la perspectiva farisea, donde la autoafirmación de justicia surge de la rigurosa observancia de la ley. Los fariseos se erigen como "justos", despreciando a quienes son tachados como "pecadores". La justificación, desde su óptica, se entrelaza estrechamente con la obediencia a la ley de Moisés, una ostentación de obras que busca validar la propia rectitud ante Dios.

No obstante, en el horizonte teológico de 1 Timoteo 1:15, asistimos a un giro fundamental en la narrativa. Aquí, el apóstol Pablo, al autodenominarse el "principal de los pecadores", despliega una visión que diverge de la autojustificación farisea. Su declaración no reniega su transformación en Cristo, sino que destaca la profundidad de su pecado previo y la redentora gracia de Dios que lo ha transformado.

Pablo, en su antesala al encuentro con Cristo, compartía la misma mentalidad farisea, confiando en su propia justicia alcanzada mediante la meticulosa observancia de la ley. Sin embargo, tras la epifanía en el camino a Damasco, experimenta una metamorfosis radical. Reconoce que su autoconfianza en la justicia autogenerada por cumplir con las obras de la ley era errónea y carente de valor delante del Señor.

La afirmación de ser el "principal de los pecadores" en 1 Timoteo 1:15 se revela como una proclamación de la gracia redentora divina. Aunque Pablo, en el pasado, se aferraba a su propia justicia, ahora comprende que la justificación genuina y la transformación emanan de la fe en el Cristo resucitado. Esto implica un reconocimiento de la imperativa necesidad de la gracia divina y la imposibilidad de lograr justificación mediante obras legales.

En esencia, al identificarse como el "principal de los pecadores", Pablo admite su transformación y dependencia absoluta de la gracia divina. Este acto marca una ruptura con la perspectiva farisea, que confía en la justicia obtenida a través del cumplimiento meticuloso de la ley. Este cambio refleja la comprensión paulina de que la justificación no proviene de la observancia legal, sino de la fe en Cristo y su obra redentora.

En Lucas 18, el fariseo categoriza al pecador como aquel que no cumple con las obras de la ley, alguien alejado de la manifestación de justicia alcanzada mediante la observancia de los mandamientos mosaicos. Contrariamente, el fariseo se autodenomina justo al cumplir con estas obras, autojustificándose. La justificación, para el fariseo, implica autodenominarse justo al exhibir que ha alcanzado la justicia de Dios mediante la guarda de la ley de Moisés.

En la parábola del fariseo y el publicano en Lucas 18, el fariseo resalta por su autosuficiencia en la justicia propia y por menospreciar al publicano. Se define a sí mismo como justo gracias al cumplimiento de la ley de Moisés, mientras etiqueta al publicano como pecador, distanciándolo de su propia justicia al no cumplir con la ley. Coloca al publicano como perteneciente a la congregación de los impíos (Salmo 1).

Sin embargo, las enseñanzas de Pablo confrontan la autosuficiencia farisea y redefinen la justicia y la justificación. Pablo sostiene que la justificación no emana de las obras de la ley, sino de la fe en el Evangelio, centrado en la muerte y resurrección de Cristo. Redefine la justicia como revelada por Dios en la resurrección de Cristo Jesús, manifestándose en la vida de quienes creen en él. Así, la distinción excluyente entre justo y pecador persiste, pero el camino hacia la justificación cambia de las obras de la ley a la fe en el Evangelio.

Saulo, antes de su encuentro con Cristo, compartía la mentalidad farisea al considerarse justo. Su autodenominación como justo se fundamentaba en la estricta observancia de los mandamientos de la ley de Moisés, y de ninguna manera se percibía como pecador. Identificarse como pecador, para él, equivaldría a asociarse con el publicano y con la congregación de los impíos.

No obstante, al encontrarse con Cristo, Pablo reconoce que su condición no era superior a la del publicano; va más allá al colocarse en la cima de la lista de pecadores. Este acto desafía la lógica farisea al admitir la imposibilidad de alcanzar la justicia de Dios mediante la observancia de la ley. Al autoproclamarse como pecador, se asume lejos de Dios, a pesar de haber cumplido rigurosamente con la ley de Moisés.

Identificarse como justo implicaba ser parte de la congregación de los justos (Salmo 111:1), y al llamarse a sí mismo "el principal de los pecadores", Pablo se excluye de dicha congregación. Va más allá al proclamarse como el guía principal de la "congregación de los pecadores". Asumirse como pecador implica distanciarse de Dios, incluso tras la estricta observancia de la ley de Moisés.

Pablo no solo se atribuye el título de principal de los pecadores, siendo parte de la congregación de los malvados e impíos (Salmo 1), sino que también incluye en la misma congregación de los injustos y pecadores a todos aquellos que buscan alcanzar la justicia de Dios mediante la observancia de la ley de Moisés.

Antes de llegar a la conclusión, es pertinente destacar con mayor énfasis la ironía en la percepción de los fariseos sobre su pertenencia a la congregación de los justos. Aunque se autodenominaban justos por derecho propio, fundamentando esta afirmación en la meticulosa observancia de los mandamientos de la ley de Moisés, la realidad subyacente revela una paradoja dolorosa.

Los propios fariseos, lejos de liderar la congregación de los justos, ocupaban, sin saberlo, posiciones prominentes en la congregación de los impíos. Su autosuficiencia y autojustificación los alejaban de la verdadera justicia que Pablo, en su transformación, proclama provenir solo de la gracia y la fe en Cristo. Esta contradicción subraya la necesidad urgente de reconsiderar la interpretación farisea y abrazar la perspectiva transformadora que ofrece la gracia redentora de Dios, tal como expone Pablo en su reflexión sobre el ser "principal de los pecadores".

En conclusión, desde la perspectiva farisea, el pecador (y que es parte de la congregación de los impíos y pecadores del Salmo 1) es aquel que no cumple con las obras de la ley, mientras que el justo se considera a sí mismo así por cumplirlas, lo que le daría derecho a ser considerado en la congregación de los justos. Sin embargo, esta autoimagen choca con la realidad que revela la ironía de liderar la congregación de los impíos. Pablo, en cambio, reinterpreta la justicia y la justificación al afirmar que la verdadera justificación proviene de la fe en el Evangelio, no de las obras de la ley. Este cambio representa una transformación radical que rompe con la mentalidad farisea, revelando que la justificación no se obtiene por obras legales, sino por la fe en Cristo y su obra redentora. La confrontación entre estas perspectivas resalta la necesidad imperante de abandonar la autosuficiencia y abrazar la gracia redentora que transforma, como lo experimentó Pablo en su propio viaje de la autojustificación a la dependencia total de la gracia divina.

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